03 febrero 2017

Cuando el libro habla, es porque ideas trae

Según los manuales de trastornos mentales, las alucinaciones auditivas son un síntoma de esquizofrenia. Yo no creo en esos manuales, pero me parece pertinente mencionar este dato por dos motivos. El primero, es bien tonto. Se me antojó demostrar que recuerdo algo de mis añejas clases de psicopatología. El segundo motivo es más bien ingenuo y se trata de poder contar algo con la tranquilidad de no ser calificada como esquizofrénica. Aunque tal vez a éstas alturas ya sea un poco tarde para una intención de ese tipo.

Lo que voy a contar puede  sonar pretencioso, supersticioso, absurdo o todo eso junto y multiplicado, pero lo que sucede es que yo necesito confesar algo: los libros me hablan. Espera, puedo ser más específica y además explicar qué es lo que pasa. El fenómeno en cuestión suele suceder generalmente mientras vagabundeo por las calles de ésta ciudad. A veces he oído un voz muy sutil y en otras ocasiones han sido verdaderos gritos, pero siempre me han hablado cuando más perdida me he sentido. Para ser sincera debo aclarar que el oído me funciona para ciertos libros, especialmente los que han sido escritos por mujeres. Sucede de pronto, estoy caminando por la calle, paso por una tienda de libros usados o nuevos, entro, gasto un buen tiempo husmeando, desenterrando, moviendo, leyendo, hasta que de pronto aparece. Sonrío con libertad porque a esas alturas me siento tan feliz que no me importa mucho la opinión pública, ni me intimidan las miradas juiciosas de ésta extraña ciudad. Sonrío porque después de mucho tiempo ha vuelto a suceder. Me desborda la alegría de haber encontrado una voz que me conmueva y que me refleje. No salgo de mi asombro cuando me doy cuenta que la autora y yo, una perfecta desconocida, nos encontremos ahora de pronto vinculadas. Es magia. 


Así descubrí a Clarissa Pinkola y a su hermoso libro “Mujeres que corren con los lobos”, a Jean Shinoda y a “Las diosas de cada mujer”, a Gabriela Wiener y sus “Nueves Lunas”, a Marcela Serrano y el “Albergue de las mujeres tristes”, a Melody Beattie y su conmovedor relato en “El club de las desesperanza”, a Katherine Webb y “ El Legado”, a Elizabeth Gilbert y “La firma de todas cosas”, a Rosa Montero y a “La ridícula idea de no volver a verte”. A todas ellas las conocí por pura casualidad mientras caminaba por alguna calle, buscando seguramente algún puesto de chatarra veggie, o pensando en algo sin importancia. Cansada, aburrida, aletargada, necesitando con urgencia leer a alguien y sentirme identificada.  

No quiero decir que los libros me hablan a mi en particular, le hablan al mundo, susurrándole frases y gritándole verdades. Estoy convencida  que todos podemos escuchar la voz de los libros y que  lo hacemos con  más frecuencia de la que creemos. Sólo basta con salir a caminar, prestar atención y confiar en que siempre hay alguien con algo que contarnos. Está de más decir que las historias no están sólo dentro de un libro. Pueden estar en la combi, en el parque, en los ojos de un desconocido, en el mercado, en una pregunta incómoda, en el paradero, en el amanecer después de una juerga, en el jugo del mercado, en último adios, cerca de una montaña o en las orillas de un rio, en la puerta del vecino.  Basta con abrir los ojos, los oídos y el corazón; sacarse la venda del sistema que sólo nos deja ver billetes y códigos de barra, y tener la sincera voluntad de mirar a los otros y reconocernos en su dulce narrativa para descubrir que algo nos une y algo nos separa pero que nada nos divide. 

Porque una historia maravillosa puede vivir en cualquier lugar, no importa si es pequeño o inhóspito, si está escrita en una hoja, si dobla la esquina, cruza la cordillera o vuela por los aire. Una gran historia puede sobrevivir y existir siempre que resista a la tiranía del desprecio al que suelen ser sometidas las cosas más simples de la vida y que paradójicamente son, en consecuencia, siempre las más bellas.